No es necesario morir para ir a El Cielo
- La Buena Mesa
- 30 may 2021
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 3 jun 2021
Fuimos a El Cielo con mis papás y no nos faltó estar muertos para vivir una experiencia única, me atrevo a decir que sublime. El restaurante es del chef Juan Manuel Barrientos, un paisa de 37 años, lleva en funcionamiento desde el 2006 con su primera sede en Medellín y actualmente también está en Bogotá, Miami y Washington, y este año fue galardonado con una Estrella Michelín. El lugar ofrece un menú de quince momentos, inspirados en la cocina colombiana, y busca ofrecer una experiencia gastronómica que se aparta de la idea que el gusto es el sentido protagonista al comer y, por el contrario, con cada momento entran en escena el tacto, la vista, el olfato y hasta el oído. Sin duda no hay descripción escrita que los pueda transportar a lo que se vive en esas dos horas de comida y licor, pero haré mi mejor esfuerzo por contarles cómo nos fue.
Como fuimos en pleno tercer pico de la pandemia, lo primero que hay por hacer al llegar e lavarse las manos. En seguida, nos llevaron a una mesa, decorada con pétalos de rosas rojas y nos pusieron un platico con tres pastillitas blancas, las cuales, al contacto con agua caliente, se transformaron en toallitas desinfectantes. Seguido a limpiarnos, por segunda vez, las manos, llegó el primer tiempo: un shot de aguardiente con frutas amarillas que no demoró en subirnos el tono a los tres y abrirnos el apetito y el ánimo. Justo después de terminar el trago, teníamos los siguientes dos platos: una mini arepita rellena de cangrejo y una mini mazorca cubierta de quinoa tostada. Una delicia, aunque nada de otro universo, pero fue un bocado perfecto.
Aquí aprovecho para aclarar que el menú no incluye el maridaje pero ofrecen varias opciones.: uno de cuatro copas, uno de seis copas, unos sin licor o comprar una botella de algún licor. Como era una invitación a celebrar cumpleaños y días del padre y madre, escogimos la opción de maridaje de cuatro copas, y como ahora hablo desde el futuro, creo que hicimos bien en escoger esa opción, es lo suficiente para salir contento pero sin excesos -que podrían arruinar el momento-.

Luego de esa pequeña entradita, nos sirvieron la primera copa, un prosecco. Brindamos y llegó la segunda experiencia: una chocolaterapia. Imagínense, llega el mesero con unos cuencos grandes y una bandeja con un coco que ahúma y una jarrita blanca. Acto seguido, uno debe estirar las manos sobre el cuenco y le echan a uno chocolate derretido en las manos, según el chef, para revivir la experiencia de la infancia. La idea es frotar el chocolate por todas las manos y uno puede probar el chocolate antes de que le agreguen una cucharada de azúcar con café, que se vuelve grumosa al contacto con el chocolate, y que tiene un efecto exfoliante (también se puede probar). Un par de minutos dura el chocolate en las manos, luego lo remueven con agua tibia, en la misma mesa, y las manos quedan suavecitas y con un olor dulcecito. Admitimos, los tres, que estábamos felices comiendo chocolate de las manos.
Después de esa experiencia sensorial, llegó la changua. En principio no lo podía creer cuando ví el menú, soy poco fan de la changua, me molesta la textura de las cosas "ensopadas", pero bueno, la probé. Era una espuma de papa con un huevo como deconstruído -la verdad no sé cómo explicarlo- y unos croutones que asemejaban el pan o los calados, el caldito era con leche y aceite de cilantro. No me mató, pero tampoco me pareció horrible. Me la tomé en cinco cucharadas porque, apenas nos la sirvieron, también llegó el Árbol de la Vida: un pandeyuca con albahaca y paprika, acompañado de un encocado y servido en un alambre color cobre que daba la figura de un árbol. Ese sí me fascinó, era suave, crocante y untado en la salsa daba una explosión de sabor en la boca. Increíble, yo soy fan de este amasijo y me encanta hacerlo, así que trataré de replicarlo a ver cómo me sale.
El siguiente plato era, en palabras del mesero, el fresco. Era una ensaladilla con palmitos del Putumayo, uvas, ciruelas criollas, perlas de tapioca en almíbar de sauco -pero les juro que a mí me sabía a remolacha- y berros. El elemento común de este plato era la humedad de sus ingredientes pero cada uno tenía una "firmeza" diferente: los palmitos eran el tronco, las perlas eran babosas, las uvas escurridizas y las ciruelas eran discos firmes. Al fondo había una salsita que hizo que un plato tan simple tuviese un sabor que no sé ni cómo describir. El siguiente plato contrastaba la frescura y crudeza de esa ensaladilla, ya que era un cilindro de camote horneado en salsa de cerveza negra, acompañado de almendras laminadas y un helado de coco. Sin duda fue de mis platos favoritos de la noche, primero porque el camote es mi tubérculo favorito, pero segundo, porque tenía un contraste de sensaciones espectacular: lo suave y dulce del camote, con las crujientes y secas almendras, el espesor de la salsa y lo congelado y cremoso del helado. Espectacular.
A continuación, nos trajeron el siguiente maridaje, un vino blanco, y me disculpo por no recordar el nombre, y esta copa acompañaba el siguiente plato: vieiras. El plato traía escalopes acompañados de una salsa de tucupí y un granizado de hinojo. Nuevamente, la combinación frío/caliente simplemente era un balance perfecto en cada plato, y sin duda la salsa y el granizado eran los grandes protagonistas, hasta por el color. Luego llegó a la mesa un cilindro negro con unas decoraciones naranjas y moradas, nos miramos los tres bastante extrañados con qué sería eso y todo nos imaginamos menos que nos dirían que era un perro caliente, bueno, un perrito caliente. La salchicha era de camarón, el pan de harina integral y carbón, un chucrut de repollo morado y chips de camote, una cosa de otro mundo, fue el plato ganador de la noche. Con cada mordisco venía una sorpresa diferente y un picor que se incrementaba a medida que el perrito se acababa, fue muy triste cuando se terminó, me hubiera podido comer varios sin problema.
La siguiente copa en llegar a la mesa fue de un vino tinto, español, que con el primer sorbo calentaba todo el cuerpo. Acto seguido nos sirvieron un corte de pato con salsa de auyama... un plato sin palabras. No habíamos comido pato muchas veces en la vida así que el sabor de lo que nos sirvieron era casi que una incógnita, lo cual hizo que la expectativa era grande. Comenzamos a cortarlo y, a pesar de que la carne no fuese muy tierna, estaba cocida en su punto, no estaba ni seca hipercocida, ni húmeda cruda, y tenía una corteza dura y crocante en el exterior. Lo "decepcionante" de este plato, a mi parecer, fue la salsa, en un punto no supe si sobraba porque el pato debía ser el único protagonista, porque si debía servir de acompañamiento, falló, no le aportó nada. En cambio, el siguiente plato era una panceta y helado de ajo negro; la grasa y la crocancia de la panceta se complementaban de forma única con lo frio y cremoso del helado de ajo; fue un plato que nos dejó sin palabras, sobre todo a mí que soy fanática del ajo y con cada preparación nueva que me encuentro, quedo flechada. A pesar de que este ingrediente tiene un sabor muy fuerte, supongo que lo ahúman para dejarlo tan suave como una crema y para quitarle ese aroma tan penetrante que tiene. Si algún día me compro una máquina de helados, sería el primero que intentaría. Con este plato cerramos la parte salada y dimos paso a mi favorita: los postres.
Para limpiar el paladar, nos trajeron unas paletas de Campari, acompañados de una toronjita parrillada. Un postre fresco y refrescante, nada de otro mundo, pero necesario para continuar porque el siguiente postre fue el campeón: las crispetas caramelizadas. Era una trilogía: un mousse de torta de maíz, crispetas caramelizadas y helado de leche de cabra. Suena simple pero cada bocado descrestaba, sobre todo el mousse y el helado, simplemente magníficos, cada uno con un protagonismo innegable. El último postre era como un postre de fresa y sandía. Tenía galleta de fresa ahumada, espuma de sandía, mermelada de fresa y helado de queso paipa. Era un postre que se veía como tan delicado que daba tenura sólo verlo; al probarlo, los sabores eran sutiles, ninguno sobresalía sobre los demás, lo cual daba una armonía en la boca junto con la cremosidad de cada uno. Los postres estaban acompañados de la última copa: un trago italiano de avellanas, cremoso, dulce y con unos tonos achocolatados, que se esperaría fuera hostigante, pero sorprendía lo bien que iba con los postres, y se nos sugirió dejar un sorbo para el último tiempo.

Para cerrar este espléndido menú, nada más colombiano que un cafecito, o como lo llaman aquí: El Cafetal. En un carrito, traen una cafetera de filtrado, una libra de café marca El Cuelo y sobre la mesa ponen un cuenco con agua, una matica de café en la mesa y una malla de alambre con tres postrecitos: gomitas de mora y remolacha, discos de chocolate pintado de rosado y unas láminas de mango con cayena. A continuación, nos sirvieron un pequeño tinto, hecho ante nuestros ojos, el cual puede ser acompañado con el licor de avellanas, pero lo fascinante de este momento es que echan agua hirviendo al cuenco con agua que, no sé cómo, hace que salga una nube para asemejar la neblina del campo colombiano. Sin duda, un cierre espectacular y quedan las ganas de regresar a probar un nuevo menú.
La experiencia de ir a El Cielo es merecedora de ser vivida, por un lado, por su comida, la presentación de la misma, el contraste de colores en los platos, la cubertería, la loza, las copas y la estética del sitio, y, por otro lado, la calidad de su personal, hace que desde el principio al final uno esté satisfecho con el servicio ofrecido. Claro está que la democratización de este sitio está lejos de ser una realidad, en la medida que sus precios son elevados, pero bueno, eso hace el mercado del lujo. Así que, si tienen presupuesto y ganas de algo nuevo, sin duda este es el sitio ideal, la visita no garantiza la inmortalidad del alma pero, si se toman las cuatro copas, saldrán pensando que vivirán eternamente.
Precio del menú: 218,000 cop.
Incluye los quince momentos.
* Los precios del maridaje son cobrados por aparte, hay disponibilidad de cuatro o seis copas, pedir botellas de un sólo licor o cocteles.
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